noviembre 20, 2012

LA CABRA QUE TIRO PA'L MONTE

Al fin, después de varias escaramuzas en ambas Cámaras del Congreso, las iniciativas preferentes enviadas por el presidente Felipe Calderón, fueron aprobadas. Lo que sigue, si nos atenemos a nuestras inveteradas (Antiguas, arraigadas) costumbres, es empezar a practicar los conocidos ritos de sacralización de ambas leyes, hacerles su altar y como corresponde a todo objeto de culto, las deberemos adorar en frecuentes ceremonias de gran solemnidad.


En este proceso, casi litúrgico, surgirán sacerdotes y obispos que sabrán interpretar lo que haya quedado oscuro y confuso. Además, con su dominio de los dos nuevos Evangelios, recorrerán el país dando a conocer las nuevas “Tablas de la Ley” a cambio, sin duda merecidos, de jugosos honorarios.

Poco va a importar que los problemas que ambas reformas legales buscan enfrentar y ayudar a resolver, van a seguir ahí por muchos años porque, los encargados de aplicar lo que de bueno y novedoso tienen ambas reformas legales, son los mismos que han causado problemas mil en ambos terrenos, tanto en la opacidad y corrupción en el manejo de los recursos públicos como en el ámbito laboral.

Sin embargo, por encima de esto, ambas reformas son importantes, y de una necesidad y urgencia que nadie pone en duda. Lo que quiero señalar es la necesidad inmediata de “hacer las cosas” que vendrían a traducir la ley resultante en una nueva cultura del manejo de los recursos públicos, y en una flexibilidad en los mercados laborales para, eso espero, combatir las rigideces que hoy impiden elevar la productividad y contratar a decenas de miles de jóvenes y mujeres.

La promulgación debe ser sólo el principio, no el fin de un proceso que lleve a la formación de una nueva cultura en el ámbito de la ley aprobada o reformada.

No sé bien a qué se deba esta conducta nuestra tan arraigada, que viene de vieja data; ¿a qué se debe pues, que toda ley por el sólo hecho de promulgarla, la convertimos en un tótem que debemos adorar? ¿Acaso se debe, al ejemplo y prácticas de los conquistadores españoles por aquello de “acátese pero no se cumpla” de la época colonial?

Ahora bien, ¿esta conducta —convertir la ley en objeto de adoración en vez de instrumento para estimular el crecimiento y la modernización por ejemplo—, se presenta en otros países? ¿En ellos, las leyes son objeto de culto no base del desarrollo y la convivencia civilizada? ¿Son, como aquí, dejadas de lado a la hora de generar una cultura de respeto de las mismas para que reine, rampante, la peor de las impunidades?

Si bien pudiere ser un error garrafal y una exageración, pienso que hay pocos países como el nuestro, en eso de poner las leyes en altares; pocos con esa actitud hipócrita tan nuestra, de venerar un precepto legal para en la práctica, violarlo sistemática y permanentemente.

¿Los que promovieron y aprobaron aquellas reformas, piensan que ya está hecho todo, que las cosas deben quedar ahí? ¿Piensan acaso, que bastó aprobarlas y promulgarlas para que los problemas que las hicieron necesarias, empiecen a resolverse? ¿Tan ingenuos o tan pícaros son?

Confío en que la visión de Enrique Peña Nieto y de su equipo cercano, no sea ésa; si fuere otra, cabría esperar entonces acciones concretas que buscarían, a la brevedad, hacer de ambas reformas junto con las que vienen, un gran instrumento de cambio y modernización y no como muchos desearían, nuevos objetos de culto y ciega adoración.

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