Enlutado, atemorizado y perplejo, México se enfrenta a un clima de inseguridad y violencia social que obstruye la adopción de estrategias institucionales eficaces para hacer de la crisis oportunidad de progreso, en vez de amenaza de desintegración. Esta compleja coyuntura va más allá de un problema de seguridad que pueda remontarse exclusivamente mediante el uso de la fuerza pública. La multiplicación de poderes fácticos, antagónicos a las instituciones legítimas, tiene hondas raíces económicas y sociales, tales como la acumulación de más de década y media de crecimiento económico insuficiente y el ahondamiento de disparidades sociales y regionales ya abismales. Todo esto, agravado por el entrampamiento de una transición democrática que, en aras de la pluralidad y la alternancia, ha llevado a postergar indefinidamente las reformas estructurales indispensables para culminar el proceso de modernización emprendido y dar una respuesta eficaz a los retos globales. Estas complejas y persistentes condiciones han producido la desocupación masiva, sobre todo entre los jóvenes; el empobrecimiento de comunidades y regiones enteras; la emigración forzada por el hambre y la desintegración de familias y estructuras solidarias de soporte social; la erosión institucional y, sobre todo, la desesperanza en las que los poderes fácticos encuentran el caldo de cultivo para sus actividades, que vulneran al Estado de derecho y perturban la paz social.
Sin respuestas eficaces y convincentes a estas causas subyacentes, el mantenimiento de un estado de guerra interna no declarada no sólo parece ser incapaz de restablecer la seguridad pública y la confianza de la sociedad, sino que conlleva el riesgo de ahondar, más aún, el desgaste del ya frágil tejido social y el deterioro del vulnerable andamiaje institucional, hasta poner en entredicho la soberanía nacional. La definición de una estrategia eficaz de respuesta a la violencia habrá de ser necesariamente el resultado de un vasto proceso político de construcción de amplios consensos nacionales.
Es indispensable que de las elecciones federales de 2012 resulte un gobierno con legitimidad y márgenes de maniobra suficientes para restablecer la paz. Sólo la restauración de la concordia nacional y un gobierno legítimo, con amplio sustento democrático, permitirán a México desplegar una estrategia que responda de manera eficaz a la violencia criminal. Para asegurar ese resultado, es urgente asumir todos un compromiso con la normalidad democrática. El ánimo y la conducta de todos los actores del proceso político, sean éstos políticos o no, deben ser por necesidad serenos y ecuánimes. Las elecciones no son batallas para aniquilar a supuestos enemigos históricos. Son sólo elecciones: procesos legítimos para elegir a los legítimos titulares de los poderes legales del Estado. Elecciones legales, con resultados legítimos, no más, pero tampoco menos. Nada resulta hoy más importante en la coyuntura política de México que el compromiso de todos para que los procesos electorales sean irreprochables y produzcan resultados irrefutables y legítimos. Aceptados por todos.
Las elecciones las gana siempre quien mejor entiende los anhelos de los electores y les da la respuesta más convincente. En 2012 las ganará quien mejor sepa conquistar el voto de los millones de jóvenes mexicanos que votarán por vez primera. Nacieron en un país de clase media, aunque aún plagado por insondables contrastes. Se han desenvuelto entre la falta de oportunidades resultante del estancamiento económico. Y saben que ese estancamiento sólo podrá superarse, en México, en la concordia y la paz social. Por eso van a confiar en quienes les demuestren ser capaces de adquirir el poder de manera legítima, de preservar la normalidad democrática y de cumplir sus compromisos.
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