Una ventaja del ciudadano en una democracia efectiva, es que lo que el “compra” con su voto no cambia con la nueva función que desempeña el ganador de la elección; el que recibe su voto, es el mismo que conoció cuando se desempeñaba en otra posición y confía —por eso le da su voto— que en caso de triunfar, ya como gobernante, se comportará de la misma manera que lo hizo en las etapas anteriores de su vida política.
Esta congruencia de quien hace política en las democracias consolidadas —al margen de ámbito y posición—, es el elemento generador de certidumbre entre ciudadanos y agentes económicos; elimina las sorpresas al no haber cambios en la conducta del político pues su comportamiento —en la nueva función—, responde a la visión e ideas manifestadas y mantenidas en las posiciones anteriores.
Esto es altamente valorado, no sólo por el ciudadano, sino también por los inversionistas que ven reducido el riesgo tomado al invertir en aquellos países donde los políticos son congruentes, no veletas que se mueven para donde sopla el viento.
Por desgracia, esa característica que abunda —pues es propia de la casi totalidad de los políticos que se desempeñan en diversas posiciones y partidos— en las democracias consolidadas, es un bien escasísimo en países con un quehacer político primitivo y con democracias, más de oropel que reales.
En éstas últimas, se registra un fenómeno que por decir lo menos, debería avergonzar a sus ciudadanos; es la hipocresía permanente del político que se desvive, donde esté, por dar una imagen que no corresponde con su realidad.
En los países donde sus políticos son puros camaleones, el ciudadano no confía en ellos; además, en no pocos casos los desprecia y hace mofa (burla y escarnio que se hace de alguien o de algo con palabras, acciones o señales exteriores) y befa (expresión de desprecio grosera e insultante) de ellos.
Las condiciones de globalidad y economías abiertas que privan en el mundo, influyen positivamente en los países con prácticas democráticas incipientes, o falsas y tramposas; el ejemplo que brindan las viejas democracias —con sus debates y elecciones inobjetables, y el desempeño ejemplar de sus candidatos al reconocer sin cortapisa alguna sus derrotas; todo transmitido “en tiempo real”— a los ciudadanos de los países atrasados políticamente, es asimilado con rapidez.
Éstos, aprenden rápido y exigen un desempeño diferente de sus políticos los cuales, lejos de responder a esta exigencia de un ciudadano más consciente, reinciden en las viejas prácticas que tanto descrédito les ha procurado.
Un buen ejemplo de esto, es lo que hoy vemos en nuestro país con algunos de los precandidatos a la Presidencia de la República. Al ver la transformación camaleónica de algunos, las preguntas brotan sin control y nadie parece dispuesto a responderlas.
¿Cuál es el verdadero Cordero? ¿El que ayer se mostraba juicioso y sereno como Secretario de Hacienda, o el bravero de cantina actual con una sonrisa Colgate, más falsa que un billete de dos pesos? ¿Cuál es la verdadera? ¿La modosita que en cada acto busca hacer llorar, o aquélla que acumula agravios y deseos de cobrar —si ganare—, dos o tres facturas a La Maestra?
Le pido, de no tener mejor cosa qué hacer, compare el desempeño actual de “los que la quieren” con el que todavía ayer mantenían; nada ganará, salvo reírse un buen rato.
Esta es nuestra democracia; lo demás, escenografía barata.