Creo (del verbo creer y no del verbo demostrar, precisión que supongo conveniente en estos tiempos en los que dialogar se confunde con ordenar) que la crispación social, producto de la confrontación política, ha alcanzado niveles públicos preocupantes.
Todos y cada uno de nosotros, en lo individual, tenemos, el conocimiento, la razón y la solución. Somos expertos en todo y como nadie nos hace caso el país está como está. Los demás son sólo los que no nos hacen caso porque son traidores, vendidos, corruptos, reaccionarios, vendepatrias, progringos, antiyanquis, derechistas o izquierdistas, según sea el caso, o bien panistas, perredistas o priistas y añada usted cualquier adjetivo denostativo (sí, ya sé que esta categoría no está en la gramática) a su gusto o que se ajuste al tamaño del insulto deseado.
Lo de hoy es ser opositor a todo, sin criterio alguno. Oponerse a lo que sea y agraviar a quienes no piensan lo mismo que yo. Quienes creen que el país estaría mejor con López Obrador suponen que están obligados a injuriar al presidente Felipe Calderón y a todas sus obras y también a quienes apoyan o creen en este último… y viceversa. Mientras, el país sufre por todos ellos.
La postura es muy cómoda: la culpa, la responsabilidad, la tienen los demás y especialmente quienes están en la cúspide de un poder… a cualquier nivel. El “modelo” se reproduce en la federación, en los estados y municipios, en los partidos políticos, en la burocracia, en las escuelas, en las agrupaciones gremiales y empresariales, en las iglesias, en los clubes, en las juntas de vecinos, en las calles…
La crispación social está llegando a niveles críticos de intolerancia. Los insultos entre aquellos que mantienen posiciones diferentes son cada vez más frecuentes. La lógica hace suponer que luego habrá agresiones de todo tipo. Falta poco. Un ejemplo de ello son las llamadas redes sociales (especialmente Twitter y Facebook), donde una simple expresión provoca injurias y agravios de quienes no están de acuerdo con quien la expresó o la provocó. Ejemplos de la semana pasada son las ofensas personales contra la actriz Ana de la Reguera por haber cometido el pecado de entrevistar al presidente Calderón para una revista de sociales; aunque no se escapó, menos mal le fue Bono, el vocalista de U2, por el hecho de haber acudido a una comida a Los Pinos, pero quien pagó más platos rotos fue el Presidente de la República, nuevamente denostado por el discurso en el que utilizó frases de Winston Churchill.
Es cierto que en este país, para fortuna de los mexicanos y por sus muchas, largas y dolorosas luchas, la libertad de expresión existe y se ejerce a través del disenso y el acuerdo, de la crítica, la exigencia y la oposición. No más falta que no.
Lo lamentable y preocupante es que hoy la crispación social, la descalificación simplista, la satanización pasional nos impide escuchar siquiera a los demás, ya no digamos analizar con frialdad sus acciones y, mucho menos, proponer alternativas razonables.
Yo, quien al igual que los demás creo tener la absoluta razón, creo (aquí proviene del sustantivo creencia) que si nosotros, todos, yo y ustedes, asumiéramos y cumpliéramos nuestras obligaciones sociales individuales y colectivas de la misma manera que reclamamos nuestros derechos, podría ser que mañana México amaneciera un poquito mejor.
Por lo pronto, invito a mis vecinos a que no se estacionen en mi portón. Recordemos que... "Mis derechos terminan donde comienzan los tuyos"
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