Si nos atenemos a lo que los tres principales diarios del mundo publicaron lunes y martes —The New York Times, The Wall Street Journal y Financial Times—, se comprueba lo que varios aseguramos en relación con los resultados de la Reunión del G20 en Los Cabos.
Ésta, dejó de lado todo lo que era y será por mucho tiempo secundario; como cabía esperar, las discusiones se centraron en lo que importa a los pocos que deciden el rumbo del mundo: la crisis que enfrenta Europa y sus consecuencias para el resto del planeta, así como la situación en Siria para Estados Unidos y Rusia.
Atrás quedaron las inútiles y onerosísimas reuniones donde decenas de burócratas apantalla tarugos se hacían llamar “sherpas” y definían, según ellos, “la nueva agenda del mundo”.
Los que debimos aguantar en alguna reunión a una de estas sherpas, con dificultades conteníamos la risa ante frases pomposas y autoelogios carentes de sustancia y sustento. Olvidan muchos, como aquélla, que el G20 y sus resoluciones no son vinculantes; es decir, a nada y a nadie obligan pues son, para decirlo claro, simples llamadas a misa. De ahí que sorprenda la ingenuidad de altos funcionarios mexicanos —entre ellos el secretario de Economía—, que definen esta reunión inútil como un parteaguas.
Preguntemos pues, ¿cuál fue el fruto real y efectivo de esta reunión del G20? Espero no estar equivocado pero, pienso que el único fue asegurar un nuevo trabajo para Felipe Calderón en algo relacionado con la protección del medio ambiente. Además, el comunicado mismo —filtrado a una importante agencia de noticias—, se queda en la conocida generalidad que permite a los participantes acomodarlo a sus necesidades políticas. ¿Qué acciones veremos como consecuencia de esta reunión? La verdad, ninguna. Las que se verán en relación con los problemas de la Zona Euro y la Unión Europea, son las que de una u otra forma se tomarían sin esta onerosísima reunión donde, diría Quadri, México fue convertido en la versión internacional del Salón Riviera.
Por otra parte, la pretensión de influir en la escena internacional que ha obsesionado a nuestros presidentes, prácticamente desde 1964 con López Mateos y las excepciones de rigor —Díaz Ordaz, De la Madrid y Zedillo—, se ha topado con la realidad que define lo que podemos ser y hacer en los asuntos internacionales.
Grandes pifias han cometido nuestros jefes de Estado durante su encargo en materia de presencia internacional; hoy, con nuestro volumen de comercio exterior que no es despreciable y una participación activa en la globalidad, nada somos en donde se decide el futuro del mundo. Si hoy nada somos, ¿imagina el peso que teníamos cuando nuestra economía era una de las más cerradas del mundo?
Sin embargo, la habilidad de aquellos políticos era tal, que nos hicieron creer que en materia de presencia internacional éramos casi los “One and Only”; tan hábilmente nos vendieron esto y tantos “intelectuales” lo promovieron, que aún hoy no pocos suspiran por esos tiempos en los que México, dicen, era un actor de primer nivel en la escena política internacional.
Regresemos mejor a la realidad; si queremos realmente influir en la escena internacional, empecemos por hacer la tarea adecuando nuestro caduco y absurdo marco jurídico, a la realidad que priva en el mundo desde, cuando menos, hace 40 años.
Lo demás, búsqueda onerosa e infructuosa de votos.
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