He tomado el título de la novela del inmortal Zola, La bestia humana, para lamentar que arribamos a la segunda década del Siglo XXI con evidencias desalentadoras: los horrendos atentados en Oslo, demostración de odio racial expansivo, síntesis de la fobia al mestizaje cultural (fundamento de la igualdad humana); en casa, masacres en los reclusorios con fugas masivas de responsables de graves delitos; hallazgos macabros, cadáveres de personas secuestradas y de fosas con cientos de osamentas de inmigrantes que fueron torturados por narcotraficantes; tragedias como la del niño poblano mutilado por la explosión de la granada olvidada por militares en un paraje rural. Una lista infinita de sucesos deplorables que nos debieran hundir de dolor solidario, turbados —inmóviles— acaso confiamos que el poeta peregrino y el movimiento que lo acompaña haga los reproches a los representantes políticos y consiga las reformas que urgen para tratar de desterrar la impunidad criminógena que nos ahoga.
Comenzamos la era digital con las manos ensangrentadas, como las traían los ancestros antediluvianos: fundadores de la discordia —crímenes entre hermanos, parricidios, etcétera— según las referencias de los libros sagrados y memorias de las antiguas civilizaciones.
La confusión que la promesa democrática genera en muchos es una alarma encendida; dos mil años de atropellado camino democratizador parecen una inversión de energía infecunda, desde las enseñanzas de los grandes sabios de la Grecia clásica hasta las predicciones de los académicos y los científicos sociales de nuestros días. Dudar a estas alturas sobre la validez de las convicciones democráticas es un anuncio devastador, es remitir a una mazmorra la libertad mancillada, las lágrimas, el suplicio y el cansancio de tantos idealistas pacifistas y benefactores de la humanidad empeñados según sus ministerios y métodos en domesticar a la bestia humana, aplacar la feracidad que brota de sus entrañas a pesar de la “modernidad” que algunos creían antídoto al carácter bronco y salvaje de las gentes.
Los precursores de la idea del Estado y los que hoy lo defienden creyeron que la civilización es el acervo de la humanidad que afirma la distancia consciente entre los comportamientos primitivos y la democracia moderna que, se dice, es el resumen conveniente y esperanzador de la evolución social: lugar idóneo para vivir en armonía con la naturaleza (incluida la humana de los diferentes).
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