Los movimientos juveniles, revueltas y protestas de 1968 no cuajaron en un cambio revolucionario, apenas lograron modificaciones en los sistemas capitalistas. Dejaron, eso sí, una estela de movimientos armados, rurales y urbanos, que fueron brutalmente reprimidos en Europa y América, México incluido.
Las inquietudes estudiantiles manifestadas en las calles, consiguieron apoyo de pensadores progresistas, los marxistas no sometidos a Moscú llegaron a imaginar que el impulso juvenil podía ser el detonador de una revolución socialista. Imaginaron el despertar del proletariado al que Marx y Lenin le vieron poderes sobrehumanos y altamente transformadores. El fantasma que recorría el mundo no era el comunismo, era el poder de la juventud, su impulso. El contexto internacional era complejo, de allí su éxito inicial: la naciente Revolución Cubana, el asesinato de Guevara, la guerra de Vietnam, los movimientos negros y hippies, el triunfo de Allende y la pugna entre potencias que se temían a causa de sus misiles nucleares. La mitad del orbe estaba teñida de rojo y existía un grupo de países que se hacían llamar no alineados, en rigor cercanos a las posturas socialistas.
Aquello desapareció. La caída del socialismo real, encabezado por la Unión Soviética, una malformación del marxismo clásico, atrajo el derrumbe de las esperanzas juveniles y el triunfo del capitalismo ahora llamado neoliberalismo. La globalización se hizo bajo los principios del modelo anglosajón. Desde entonces hemos vivido cambios, algunos brutales, pero ninguno realmente positivo. El capitalismo, más arrogante que nunca, impuso reglas y modalidades cruentas que de nuevo han creado condiciones de extremo malestar. Las naciones avanzadas se han hecho más ricas y las potencias se han convertido en emporios de ganancias. Las contradicciones no han desaparecido. La brecha entre ricos y pobres, las injusticias sociales, la incapacidad política, las clases ociosas, el fanatismo religioso y el racismo se han apoltronado en el mundo.
Amplios sectores juveniles mantienen viva a la izquierda; con la ayuda de las nuevas tecnologías informáticas al alcance de las masas, los jóvenes han encontrado maneras de enfrentar a sus enemigos y dar una pelea que avanza gradualmente. Países árabes comenzaron y les han seguido naciones como España, Chile e Inglaterra, donde están hartos de despilfarros, desempleo e injusticias, de pésimos gobiernos que no se atreven a la rebeldía contra los dictados, con frecuencia incoherentes, de la globalización. Los pretextos pueden ser distintos, para unos la miseria, para otros el racismo, para los demás la creciente torpeza gobernante y su imposibilidad de obtener transformaciones profundas y crear Estados laicos y sabios conductores de sus respectivas poblaciones. El término indignados se ha puesto de moda y sus filas aumentan. La comunicación es fácil y el enemigo común. En España se dio un paso al protestar contra la costosa visita del Papa. La nobleza, en donde queda, son costosas piezas de museo, cargas para la población. La educación en lugar de unir, divide y separa en clases sociales. Sabemos que ahora la cadena hacia el poder nace de la universidad privada, conservadora de suyo. En Chile pugnan por su gratuidad y tendencia a la igualdad. En EU el malestar arranca ante las promesas incumplidas de Obama: las tropas siguen en Afganistán e Irak, el gasto militar es brutal, la economía se fatiga y la defensa de los derechos humanos es una farsa como lo prueba Guantánamo. En México los problemas son mayores y bien los conocemos. Uno solo es culpable: el sistema político, partidos y clase gobernante.
Por ello, la indignación crece y aumenta su intensidad. Podría ser llamarada de petate, pero también el inicio de un cambio global poderoso que acabe con un sistema en más de un sentido aberrante.
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