agosto 14, 2011

2012 EN EL 2011

Los enfrentamientos públicos entre los partidos políticos y las confrontaciones internas, también públicas, de los mismos que hoy causan escándalo son productos reales de un nuevo sistema político, que se confía avance en el rumbo de la democracia, por el que se decidió la mayoría de los mexicanos. Sin embargo, en muchos de ellos prevalecen todavía rasgos de la cultura del autoritarismo priista que resolvía cualquier diferencia o problema mediante la todopoderosa palabra del Presidente de la República. Por eso, para ellos, la ausencia ésta, es motivo de preocupación y escándalo.

Hoy, para fortuna de México, ninguna candidatura presidencial y mucho menos la Presidencia de la República será decidida por un ser omnipotente como fueron quienes ocuparon la Presidencia de la República en el priato. Hoy, para bien de México, las candidaturas presidenciales se deciden en los partidos, incluido el PRI, y al Presidente de la República lo eligen la mayoría de los ciudadanos. Por obvio en un sistema democrático, el logro parece muy poco, pero en México se consiguió hace apenas once años.

Hoy, contrario a la historia político electoral del país, se puede creer que el Presidente de la República podría imponer a su partido un candidato presidencial, pero también se tiene la absoluta certeza de que ese aspirante no tiene la seguridad de ganar las elecciones, que serán los electores —todos— quien definirán el resultado de la elección. Pese a ello, la cultura del autoritarismo priista revolotea y hay quienes equivocadamente esperan “la señal” que resolverá los conflictos.

No. Hoy en el PRI existen, se reconozca o no, dos reales precandidatos a la Presidencia de la República: Enrique Peña Nieto y Manlio Fabio Beltrones, cuyos destinos políticos —para bien de ellos y de México— no dependen del dedazo presidencial, ése que a la vista le hace tanta falta al PRI. Los priistas saben o deberían de saber que son ellos quienes definirán su propia candidatura presidencial, que tendrán que dialogar, negociar, conciliar, concertar. De no hacerlo ya se sabe el resultado: las dos candidaturas presidenciales priistas que no fueron definidas por el Presidente de la República en turno —las de Francisco Labastida Ochoa y Roberto Madrazo— son las que han perdido las elecciones, entre otras muchas razones por la falta de unidad entre los propios priistas. No será muy diferente el próximo julio en el caso de que no haya acuerdos internos.

En el PAN había siete aspirantes a la candidatura presidencial. Hoy quedan cinco. Algunos autoconsiderados analistas políticos suponen —porque creen que hay presuntas evidencias— de que el presidente Felipe Calderón tiene a uno o dos favoritos (Ernesto Cordero o Alonso Lujambio, según sea la “lectura” de esos analistas, en detrimento de las de Josefina Vázquez Mota, Santiago Creel y Emilio González) en una reedición del dedazo priista. Si así fuera, el presidente Calderón estaría echando por la borda su propia historia política: la personal, la familiar y la institucional. Él, como nadie, conoce la historia de su candidatura presidencial. Pero, además, si los militantes panistas permitiesen esa imposición, estarían acabando con la tradición de la democracia interna de su partido para asumir la condición antidemocrática de sus contrarios históricos. Esa sería su mayor debilidad al enfrentar las próximas elecciones. El Presidente de la República y los panistas deberían saber bien que respetar su tradición democrática interna le daría a su candidatura presidencial una fortaleza que ahora no se ve.

En el PRD, no hay más precandidatos que Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard. Sin acuerdo interno —que parece que se reduce a que el actual jefe de Gobierno decline en favor del tabasqueño—, la previsión es que ambos serán candidatos y se repartan los votos que logren obtener las diversas corrientes políticas que los cobijan. Curiosamente, aunque buena parte de su origen lo explica, en el PRD hoy hace falta el equivalente a la antigua figura presidencial priista que designe a un candidato presidencial, al que todos se sumen sin objeción, como ocurría cuando López Obrador y Ebrard militaban en el PRI, pero parece que esos tiempos ya se han ido aunque algunos los añoren.

Si se tiene la cabeza fría y alejada de las especulaciones (los deseos, las conveniencias), es fácil concluir que a diez meses y medio de las elecciones presidenciales nadie ha ganado nada y nadie ha perdido todo. Para fortuna de México, estas elecciones presidenciales serán decididas, como ha ocurrido con las dos anteriores, por los ciudadanos que acudan a las urnas. Y la inmensa mayoría de ellos no milita en ningún partido político. La ventaja (y la desventaja) de la democracia.

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