Una de las limitaciones más dañinas que lejos de buscar eliminar hacemos todo para mantenerla, es esa visión aldeana —pueblerina dirían algunos— que caracteriza a buena parte de nuestros políticos.
El pensar de otra manera, “más globales”, nos da pánico, no miedo; tal parece que si elevamos la mira en busca de experiencias exitosas para ver qué podemos aplicar por estos lares, nos colocamos del lado de los enemigos del país y nos convertimos, por ese simple impulso de búsqueda, en traidores a la patria.
Los últimos tres o cuatro decenios del siglo pasado fueron, no The Clash of Civilizations de Huntington, sino años de acaloradas discusiones en torno a dos modelos de desarrollo.
Estas discusiones, terminadas en casi todos los países donde se registró un proceso de apertura y cambio estructural que redujo el tamaño del gobierno y la presencia del Estado en la economía, han sobrevivido en dos o tres donde lo viejo se resiste a desaparecer. En estos, la visión estatista de la economía, lejos de debilitarse recobra fuerzas y seduce a personas reputadas de inteligentes y “bien informadas”.
América Latina es, sin duda, el último reducto donde este fenómeno regresivo tiene una presencia considerable; aquí, tal y como justamente ha señalado Enrique Krauze, no pocas escuelas de economía enseñan como si nada hubiera cambiado en materia de modelos de desarrollo estos últimos 50 años.
En la región, no sólo son Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador y Argentina sino otros más donde, no pocos políticos ven el viejo modelo estatista como la solución a nuestros problemas apoyados, activamente, por “los intelectuales progresistas”.
La seducción que en nosotros ejerce el pasado lleva hoy, a algunos, tal y como señaló Castillo Peraza, “a vender el pasado como futuro” y lo hacen, no apenados por lo arcaico y ridículo de dicha posición dadas las decenas de experiencias exitosas que apuntan en la dirección contraria, sino con un orgullo digno de mejor causa.
Nos parecemos, no obstante las grandes diferencias, a los autócratas monárquicos de Corea del Norte; lejanos en apariencia, en el fondo somos iguales. Vivimos en el pasado, y cerramos los ojos a la realidad que nos impulsa, día a día, al futuro.
Las campañas políticas, son excelentes oportunidades para confrontar las visiones de candidatos y partidos; qué defiende y propone cada uno para resolver los problemas centrales del país, debería ser la pista que guíe al ciudadano para entregar su voto —el día de la elección—, a éste o aquel candidato.
¿Cómo irá a ser el choque de ideas y visiones del desarrollo, entre el candidato del PRI y el del PAN? ¿Qué defenderá uno, y qué el otro? Es más, si en lo esencial coinciden pues sus partidos han dado pruebas de estar a favor de la globalidad y la economía de mercado, ¿qué los diferenciará a la hora de debatir?
¿Qué opondrá el candidato del PAN a las propuestas de Peña, en lo relativo a PEMEX? ¿Qué planteará en pensiones, seguridad social, y materia laboral? ¿Qué propondrá en educación pública, modernización del campo y sindicalismo?
Ojalá viéremos un respetuoso y productivo “choque de propuestas”, que permitiría al ciudadano conocer y entender qué traen los dos en las alforjas para construir el futuro, a diferencia de un precandidato que se solaza rascándose el ombligo pues quiere llegar, por esa vía, al antepasado.
Bienvenida pues, la confrontación de ideas; daño no nos hará.
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