Un proceso que tomó más de cinco años marcado, entre otras cosas, por las ideas equivocadas del proteccionismo y la visión aislacionista que tanto seduce a ciertos sectores de la clase política de Estados Unidos, llegó a feliz término; el Congreso de este país, por fin aprobó los tratados de libre comercio con Colombia, Corea y Panamá.
Si bien los cuatro países mantienen —desde hace años— una profunda y estrecha relación de interdependencia que rebasa, con mucho, el intercambio de bienes y servicios, la aprobación viene a ser —como quiera que la veamos—, un nuevo estímulo a dicha relación que aquellos tres aprovecharán.
La aprobación representa, para quienes esperaron pacientemente la decisión del Congreso de Estados Unidos, un estímulo no despreciable para fortalecer su participación en varios mercados de aquel país donde, para complicar nuestra ya complicada situación, México mantiene cierta presencia que nos gustaría, por los beneficios resultantes, ver incrementada.
De los tres países, el que representa para México una competencia más directa e inmediata es Colombia; la disposición de éste para cooperar decidida y abiertamente con Estados Unidos en el combate al narcotráfico le ha permitido, sin duda alguna, construirse una imagen de socio de confianza con plena disposición a cooperar la cual, no tenemos nosotros.
Por el contrario, no obstante tener un Tratado que entró en vigor en 1994 y la frontera con mayor importancia estratégica para Estados Unidos que obliga a una estrecha colaboración y una profunda coordinación en todos los aspectos, la visión que nuestra clase política tiene en materia de soberanía las impide pues responde más a las condiciones de hace dos siglos que a las que privan hoy.
Tanto Panamá y Corea como Colombia, son aliados estrechos en materia de seguridad con Estados Unidos; México, en cambio, se regodea en la confrontación con ese país y buena parte de nuestra clase política la presume además de sentirse orgullosa de mantener un rechazo enfermizo a la cooperación en vez de promover y facilitar una colaboración que fuere benéfica para ambos países.
Somos tan irresponsables en esto de la relación con Estados Unidos, que a veces nos comportamos como si fuéremos “la última cerveza de la hielera”; creemos, erróneamente, que aquel país y su gobierno deben apoyarnos en todo y hacer hasta lo imposible por salvarnos de nuestras tonterías y excesos en la conducción de los asuntos públicos.
Cuando los equilibrios se rompen —producto de nuestra visión caduca— y nuestra estabilidad política se pone en riesgo afectando así la de Estados Unidos, éste debe intervenir para apoyarnos con todo tal y como debió hacer en 1995. Este gesto, que cualquier otro país y su pueblo reconocerían sin mezquindad alguna, aquí es menospreciado y hoy, prácticamente todos lo han olvidado. Somos, en pocas palabras, malagradecidos y amnésicos.
En relación con la aprobación de los tratados con Colombia, Corea y Panamá, sólo haremos lo que sabemos: quejarnos; a medida que Colombia extienda su presencia en ciertos mercados y junto con Corea nos desplace en otros, la respuesta no será invertir en tecnología y elevar la productividad, sino recurrir a lo que mejor nos sale: la queja lacrimógena.
Esos países y sus empresarios, aprovecharán al máximo —con visión de futuro—, la oportunidad que tienen y que nosotros no supimos, no quisimos y no pudimos hacer desde 1994.