El nuestro es un país inmenso: somos una de las naciones más pobladas del planeta; nuestro territorio abarcaría 20% de Europa, y hay una matrícula escolar mayor que la suma de las poblaciones de Guatemala, El Salvador y Honduras; nuestra riqueza cultural y ecológica tiene pocos parangones en el mundo, pues contamos con un gran número de monumentos que forman parte del Patrimonio Cultural de la Humanidad, y somos uno de los diez países naturalmente megadiversos.
Todo esto lleva a pensar que México es mucho más que sus gobernantes y sus representantes populares. Y ello obliga a preguntar: ¿por qué hay una percepción generalizada de que todo está mal?
Es preocupante que, cada vez más, se afianza entre muchos sectores la sensación de que el futuro será mucho más complicado para las próximas generaciones que para las nuestras. Esto puede llevar a fincar el futuro en la derrota y a incrementar la posición de desistimiento.
Encuentro que factores con mayor peso en esta sensación son los siguientes: en primer lugar, un miedo extendido ante la inseguridad que se vive tanto en términos de la delincuencia y presencia del crimen, como de la fragilidad ante la protección social: salud, educación, vivienda y empleo dignos son realidades inalcanzables para inmensas mayorías.
En segundo término, se encontraría un entorno generalizado de corrupción. No hay una dependencia, ya sea del gobierno federal, de los estados o de los municipios, que no esté manchada por uno o varios escándalos de malos manejos de los recursos públicos o bien de impunidad en el ejercicio de la responsabilidad pública.
En tercer lugar, estaría la incapacidad de los gobiernos en cuanto a transformar sus capacidades para la comunicación de lo social. Al confundirla con la propaganda política, provocan una reacción adversa de la población, en la que la idea central apunta a que el gobierno siempre miente.
Un cuarto factor, que bien podría significar el de mayor peso, es la fractura ética de los principales responsables de la conducción de las instituciones del Estado, y de una buena parte, hay que decirlo también, de la iniciativa privada.
El hecho de que la actual crisis global haya tenido como origen la avaricia y la irresponsabilidad compartida de los principales grupos financieros del mundo y de los gobiernos de las mayores potencias económicas planetarias, hace que se recrudezca la ausencia de referentes éticos para encontrar salidas viables ante los profundos problemas que nos aquejan.
Pienso que nuestras universidades públicas; la vocación de servicio de millones de médicos y maestros; el compromiso de intelectuales, artistas y comunicadores; la honesta militancia de miles de activistas sociales, son ejemplos de que hay espacios que deben ser protegidos y potenciados para recuperarnos como nación.
Empero, esto requiere un elemento fundamental: la recuperación ética de la política como ejercicio de inteligencia, inspirado en la vocación de construir gobiernos cuyo propósito sea la garantía plena de los derechos humanos.
Empero, como lo anterior es responsabilidad de los políticos, de ellos lo es también revertir la idea ampliamente difundida de que todo está mal. Insisto, transformar la concepción de que todo va al fracaso, la cual lamentablemente se está convirtiendo en actitudes de desistimiento social, es responsabilidad fundamental de los políticos. A final de cuentas, son ellos quienes la han prohijado.
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