Se atribuye a Joseph Goebbels la frase relativa a que un muerto es una persona; miles de muertos son una estadística. Traer a cuento esta idea es útil en nuestro contexto, porque la maquinaria perversa de la violencia siempre encuentra estrategias de ocultamiento.
Calcular el número de muertos en cualquier confrontación es fácil porque nos exime indirectamente de un balance ético: los datos son siempre enemigos del rostro, de la identidad del Uno que no puede ser indolentemente convertido en víctima, por la simple razón de que se trata de “mi semejante”.
Hablar de 34 mil muertos hace fácil a la comunicación procesar los mensajes y esteriliza a la protesta social. Empero, como pregunta vale plantear: ¿cuál sería la diferencia entre 100, 150, 10 mil o 100 mil muertos? La respuesta es: ninguna, porque la muerte no es medible en esos términos.
Lo que es más, la muerte es lo absolutamente inconmensurable, porque implica el silencio absoluto de quien perece; e igualmente es inconmensurable su correlato y antecedente: la vida como absoluto porque permite la presencia de la voz, del lenguaje, de la expresión vital de la mirada de quien es, como todos nosotros, un ser humano.
La voz del poeta Sicilia llamando a colocar los nombres de los muertos (los de todos) en los muros de los edificios públicos, es un poderoso e inédito referente de proporciones éticas mayores. Constituye una invocación a la memoria y a la renuncia del olvido de la identidad y el rostro de quienes han sido víctimas de la violencia homicida que recorre al país. Así, la mayor solidaridad que podemos tener con quienes han perdido a alguien es impedir que sus nombres caigan en el olvido.
En su bello libro: Formas de hablar sublimes, filosofía y poesía, Nicol explica que lo sublime del hablar poético no está sólo en el significado de las palabras, sino en ese propio hablar, es decir, en la forma, estructura y sentido que tiene el invocar y dialogar.
Reivindicar los nombres frente al número nos puede llevar a la humanización de la política. Así, pensar poéticamente a los muertos no es una cuestión retórica, sino ética y por lo tanto política; pensar en los nombres de los caídos es un asunto de responsabilidad, al tiempo que una posibilidad para salir del círculo en el que estamos atrapados.
Por todo lo anterior, el reparto de culpas y reproches del presidente Calderón es equívoco. Lo es también la actitud estrictamente pragmática de quienes han hecho de la tragedia agenda para la transa y el lucro de intereses personales, familiares y de grupo.
En ese sentido, el espanto de las fosas clandestinas no se encuentra sólo en la cantidad de personas ahí sepultadas; el espanto proviene también del anonimato al que han sido condenadas las víctimas, invisibilidad que da un triunfo pleno a la violencia, porque es en el ocultamiento del Nombre en donde la impunidad se alimenta.
Estamos obligados a construir una nueva ética que nos dé la posibilidad de vivir en solidaridad y con base en una ética de responsabilidad sin medida con los otros. Sólo así lograremos anteponer, siempre y en todo caso, frente al número, los Nombres.
Apenas anoche vi la película "Salvando al Soldado Pérez"... Cuanto diera para que la realidad fuese más cinematográfica y todo pudieramos aprender a ver con sarcasmo nuestro día a día.
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