Una de las mentiras con las cuales vivimos durante la época del dorado autoritarismo, fue la que afirmaba que éramos un país líder en el concierto mundial, respetado y admirado por unos y otros.
Mientras padecimos los efectos nefastos de una economía cerrada, fue fácil vender aquella baratija; grandes prestigios se construyeron con base en ella y nosotros, apartados de la realidad exterior, tragamos ruedas de molino, una y otra vez.
La globalidad a la que debimos incorporarnos en 1987 con la quiebra del modelo de desarrollo que por tantos años nos impidió crecer como país y sociedad, hizo que enfrentáramos una realidad que sin la menor consideración pronto nos colocó en nuestra justa y pequeña dimensión.
A partir de aquel año nuestro “prestigio” empezó a ser abollado por países que sin la menor consideración por las glorias pasadas que presumíamos a la menor provocación, nos ganaban mercados con una velocidad que jamás imaginamos; aquí, en lo que algunos negociantes consideraban territorio por siempre suyo, a los pocos meses lloraban desconsolados porque el consumidor, vengándose por tanto año de comprar caro y malo, al fin tenía la posibilidad legal de adquirir mercancías que antes, sólo de contrabando estaban disponibles en el mercado.
Poco a poco nos perdieron el respeto y los que aquí parecían gigantes en la economía cerrada, en las nuevas condiciones de competencia generadas por la apertura pronto descubrimos que ni las dimensiones de un enano alcanzaban. La lupa de la economía cerrada a través de la cual los vimos por años, la apertura la destruyó casi de inmediato para bien de los consumidores.
Este proceso, que como dije nos llevó a enfrentar una nueva realidad que nos colocó en la exacta dimensión que nos correspondía pues por decenios nos sustrajimos de los avances que el comercio internacional había producido para finales de los años ochenta, produjo uno paralelo; ya no en la esfera económica sino en la política exterior.
Nuestra renuencia mantenida por decenios a incorporarnos a las grandes corrientes del comercio mundial de bienes y servicios, produjo en nuestros funcionarios y políticos una distorsión mental fácilmente advertida por los funcionarios de países que abrieron su economía en el momento adecuado.
Estos últimos, abiertos al cambio sin el freno de baratijas como la ideología de la “Revolución Mexicana”, la Reforma Agraria y la exageración ridícula que aún hoy algunos repiten:
“Nuestra Revolución fue la primera revolución social del Siglo XX”,
sólo causaba hilaridad difícilmente contenida por los interlocutores quienes, al darse cuenta de la mentalidad caduca de la cual hacíamos gala, preferían a quienes de otros países no tenían nuestras ataduras con el pasado.
Poco a poco nos marginamos en los foros internacionales por el discurso acedo y caduco que nuestros funcionarios, a pesar de habernos abierto en 1987, no se cansaban de repetir en cuanto foro participaban y la peor desgracia, en los que hoy participan.
Hoy, países con menor importancia que la nuestra por tamaño de la economía, mantienen una presencia más activa que México; se mueven con más seguridad que nosotros y ven al futuro mientras que aquí, cada día nos refugiamos más en el pasado.
Somos el frijol en el arroz y de seguir así, lo seremos más; es la consecuencia natural de una conducta que nos seduce: ver el pasado como futuro.
No busquemos culpables, nosotros somos.
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