En materia económica, ha ido contra los más débiles, para no enojar a los poderosos; las medidas que hasta hace un año rechazaba, ahora las promueve; la causa de la desconfianza que genera nuestra economía es el propio presidente, y no el país en sí. Debería de renunciar, por el bienestar del país, y convocar a elecciones anticipadas. Nadie confía en usted, señor Presidente.
De este calibre eran las frases que Mariano Rajoy, el líder del Partido Popular, profería en contra del Presidente del Gobierno Español, José Luis Rodríguez Zapatero, en cada una de sus intervenciones durante el Debate sobre el Estado de la Nación, llevado a cabo en días pasados en el Congreso de los Diputados, en Madrid.
El debate es un ejercicio complicado. Es una prueba de resistencia. Los representantes de las diferentes fuerzas políticas cuestionan al presidente sobre los temas que son del interés de sus electores, sin mayor restricción que la propia mesura. Así, el presidente tiene que responder preguntas muy duras cuestionando tanto su liderazgo como las decisiones que ha tomado a lo largo del último período. Para Zapatero, éste tendría que haber sido un año especialmente complicado: la crisis económica rampante; 20% de desempleo; cortes en el gasto público; incremento en la edad de las pensiones; la sentencia sobre el Estatut Catalán. Todo en su contra. Solo contra el mundo. Sin embargo, el principal jefe de la oposición no supo aprovechar la oportunidad y, a final de cuentas, las encuestas oficiales dieron por ganador al presidente Zapatero. Logró sortear, una vez más, una de las pruebas más complicadas de la democracia española: el cuestionamiento de sus pares, y de frente, a los actos de su gobierno.
Los españoles han entendido, mejor que nosotros, que la democracia no termina con la elección de los representantes públicos. La democracia es un estilo de gobierno, y no una forma electoral. Los gobernantes, tras ser electos, deben de someterse al escrutinio público, y escuchar las demandas de sus gobernados. Deben de escuchar las demandas y los reclamos de sus adversarios, que no sus enemigos; aprender de sus errores, e incorporar las lecciones aprendidas a las políticas públicas y las prácticas cotidianas de gobierno. El gobernante debe de ser un verdadero hombre de vértice, con la capacidad de entender las necesidades de los ciudadanos y de traducirlas, después, en medidas tendientes al bien común de la sociedad ante la que debe de responder. Y hacerlo. La democracia española no es perfecta: está muy lejos de serlo. Los políticos medran, descaradamente, con la división entre autonomías, y juguetean irresponsablemente con los anhelos independentistas de algunas comunidades. Pero continúan dialogando, a pesar de los esfuerzos de grupos radicales para dinamitar, literalmente, las conversaciones.
¿Qué pasaría en México si, en algún momento, el Presidente Calderón tuviera que sujetar sus políticas al escrutinio, y cuestionamiento, de sus adversarios? ¿Qué pasaría si éstos adversarios tuvieran que comprometerse a ser propositivos, y no solamente quejarse escudados en una supuesta dignidad, producto de un fraude que no pudo ser probado, y que a las primeras de cambio trocaron por unas alianzas antinaturales? Y, más importante aún, ¿qué pasaría si los ciudadanos les exigiéramos, a unos, transparencia y diálogo, y a otros, honestidad y trabajo por México?
Actualmente, lo más parecido que tenemos a un debate sería el Informe de Gobierno, mismo que unos han saboteado mientras que los otros, gustosamente, lo han permitido. La sociedad pone, primero, pobres; después, muertos, y al final votos. ¿No cree que, dada la situación actual, nos merecemos al menos una explicación de lo que gobierno y oposición están haciendo?
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