El hecho de confeccionar una lista de propósitos para el año nuevo se deriva, con el perdón de ustedes, de la irremediable incapacidad que tenemos para hacer las cosas. Todas y cada una de las intenciones formuladas en esa lista anual de virtudes (digo, nadie se propone ser peor sino, por el contrario, acercarse cada vez más a un presunto estado de perfección) vienen siendo un implacable recordatorio de nuestra consustancial ineptitud. Deseamos, por ejemplo, ser más responsables y más disciplinados y más ordenados, entre otras cualidades apetecibles, pero resulta, señoras y señores, que no podemos con la encomienda.
Veamos, si no, el apartado concerniente al mantenimiento del cuerpo, es decir, todo aquello que tiene que ver con el ejercicio diario, el control del peso y la salud en general. Es muy poca la gente que tiene la constancia de acudir todos los días al gimnasio o de someterse a un régimen de pocas calorías. Más bien, somos una nación de gordos insanos, tragones compulsivos y tripudos sedentarios. Y así, el deseo de perder los kilos que hemos subido en estas semanas puede tal vez trasmutarse en una acción tan decisiva como inscribirse a unos cursos de yoga en enero y contratar los servicios de la infaltable nutrióloga pero al final, luego de algunas semanas y cuando el tema comience a ser cada vez más fastidioso, dejaremos de seguir las instrucciones de la especialista y ya no nos levantaremos más temprano para estirar la musculatura.
Los individuos de especie humana libramos una lucha permanente entre dos impulsos: la gratificación y el esfuerzo. La mayoría de nosotros hemos logrado cierto equilibrio y llevamos de tal manera una existencia de razonable corrección. Quedan, sin embargo, muchos pendientes: sabemos, en el fondo, que no somos los mejores y que tampoco hacemos lo que realmente podríamos hacer. Y así, cada año que pasa, esbozamos una especie de proyecto de regeneración total. En lo personal (y conociendo mis persistentes limitaciones) me doy por satisfecho con alcanzar un mínimo porcentaje de los logros programados. El realismo es mi único consuelo.
Está cañón, ¿no?
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