Anoche, después de una acalorada charla con los familiares de mi novia, decidí profundizar a cerca del tema de la liberación sexual existente en nuestros días y que más que otra cosa, tan sólo es una nube de humo para que los diputados legislen a cerca del alza de los precios de la canasta básica en nuestro queridísimo México. Muy a pesar del hecho de que todo mundo opina, dice y declina a favor o encontra de la propuesta de legalizar los matrimonios homosexuales (o mas fashion "gays"), he de decirles que tengo muchísimos amigos homosexuales y que no estoy ni a favor ni encontra, pero emito mi crítica marginal basada en la posición de la ciudad cosmopolita por excelencia, Nueva York.
Nueva York sigue siendo el ombligo del mundo. Incluso en tiempos de profunda crisis, la construcción y el consumo están en su apogeo. Como siempre, parecería que, como en las canciones de Sinatra, todo mundo quiere estar en Nueva York. Y no es casualidad. Aquí, los lugares comunes tienen razón de ser. Es una ciudad vibrante como pocas, cuna de movimientos sociales y artísticos, culta hasta el tuétano. Y liberal: los neoyorquinos han votado por el candidato demócrata en siete de las últimas diez elecciones.
Pero este carácter vibrante, esta obsesión con la “vanguardia social” que ha caracterizado a la ciudad de Capote y Warhol, tiene un límite. En Nueva York, por ejemplo, los homosexuales no pueden contraer matrimonio. A principios de diciembre, el Senado estatal rechazó, con cierta holgura, la propuesta de legalizar el matrimonio gay. A pesar de los esfuerzos de los demócratas locales y hasta del alcalde neoyorquino, el millonario Michael Bloomberg, los senadores en ésta, la región más progresista de Estados Unidos, decidieron cerrarle la puerta a la igualdad.
En Estados Unidos, sólo cuatro estados reconocen y permiten la celebración de matrimonios homosexuales: Massachusetts, Connecticut, Nueva Hampshire y Iowa, que aprobó el derecho a pesar de ser un estado conservador. California, que hasta hace un año era la quinta entidad en permitir el casamiento entre parejas del mismo sexo, cambió de parecer, mediante un ejercicio de democracia directa, en el 2008. El fenómeno ofrece varias lecturas. La primera es política. A pesar de que la minoría conservadora perdió fuerza en las últimas elecciones presidenciales, su capacidad de organización sigue siendo notable. Barack Obama mismo no se ha atrevido a contrariar a los votantes de derecha (al menos en público, Obama dice no aprobar del matrimonio entre homosexuales). Pero hay otra perspectiva que vale la pena tomar en cuenta. El caso de California, donde fue el electorado y no el cuerpo legislativo quien descartó la posibilidad, revela una variable inquietante: en la mayor parte de Estados Unidos, el derecho de los homosexuales a contraer matrimonio (y no se diga a adoptar) no es una medida que apoyaría la mayor parte de la sociedad. En abril de 2009, una encuesta de CBS News reveló que sólo una tercera parte de los estadunidenses favorecen el derecho de los homosexuales a contraer matrimonio. El asunto, en suma, es complejo.
Por eso es notable lo ocurrido en la Ciudad de México. Aunque existen pocas encuestas al respecto, todo parece indicar que la opinión pública en la capital mexicana aprueba por una ligera mayoría el matrimonio homosexual. La adopción es, en general, otro boleto. En la encuesta que María de las Heras hizo pública hace unas semanas, sólo 29% de los capitalinos dijo estar de acuerdo con ese derecho en particular. Así, por políticamente peligroso, aprobar el derecho homosexual al matrimonio y a la adopción es una decisión particularmente loable. La mayoría perredista en la Asamblea local ha decidido ir en contra, en el primer caso, de la mitad de la población y de la franca mayoría en el segundo. Y lo ha hecho, supongo, porque considera que un país moderno (cuando menos una ciudad moderna)no puede darse el lujo de seguir negándole un derecho fundamental a una minoría, sobre todo cuando los argumentos en contra no pasan del dogma o la más burda ignorancia. Asegurar, por ejemplo, que un hijo adoptado por una pareja del mismo sexo tendrá más posibilidades de resultar homosexual (o de cualquier otra cosa) es pasar por alto las últimas tres décadas de estudios pediátricos.
Pero nada de esto quiere decir que la valentía perredista no tendrá costos. Los legisladores en Nueva York optaron por darle la espalda a los derechos homosexuales porque sabían de las consecuencias políticas de sus actos. Habrá que ver cómo responden las partes agraviadas por la decisión intrépida y pionera de la Asamblea capitalina. La estridencia eclesiástica es lo de menos. En la política, lo que importa es el veredicto del votante. Usted, por ejemplo, podría empezar por preguntarse: ¿sería más o menos probable que votara por un partido que respaldó con tal vehemencia la legalización del matrimonio homosexual y la adopción? El PAN, por lo pronto, ya le apuesta media vida a esa respuesta.
Yo por eso, ya no se ni que hacer... Creame amigo lector, ya estoy pensando en poner el arbolito de la Manzana de Newton en multicolor arcoiris... ¿Usted, qué opina?
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