El encontronazo de la Conquista engendró en la sociedad novohispana muchas clandestinidades. El indio aprendió a esconder sus cosmogonías, el mestizo a guardar en secreto muchas cosas y el criollo a cuidarse de mostrar sus verdaderos sentimientos o ideas a los peninsulares. El español que hablamos los mexicanos de hoy, que yo llamo mexiñol, es producto de esas evasiones. Está hecho de sutilezas y circunloquios, de redundancias y criptografías. Los diminutivos, los escapes semánticos, las fórmulas churriguerescas de cortesía, todo está diseñado para evitar que se trasluzca lo que sentimos o pensamos y para evadir la confrontación. Nada extraño hay en ello. Quienes aprenden que la franqueza pone en riesgo su supervivencia tienen dos opciones: la hipocresía o el silencio. Y nosotros optamos por un silencio hipócrita, o verborreico, que sofoca la voz a fuerza de excederla: callamos o ensordecemos a quien nos escucha.
Al hablar fingimos emprender a un tiempo muchos caminos para que nuestro interlocutor no nos encuentre. Los entreveramos para que no pueda seguirnos la pista y se pierda en el habla de los senderos que se bifurcan. El castellano, que además de ser un maravilloso instrumento para la creación literaria lo es también para la creatividad del despiste, nos allana el camino. Un idioma que prefiere cambiar el género al artículo de un sustantivo antes que permitir que su primera vocal sea la misma que la del final del artículo (el águila), que deja que sus usuarios desvirtúen un concepto con tal de conjurar una cacofonía, propicia las piruetas del formalismo. Para los mexicanos esto resulta muy útil. La aversión del español por las repeticiones y su proclividad a la sinonimia, a las derivaciones verbales y a las muletillas, además, instrumenta la paradoja de repetir variando. Decimos lo mismo con tal prolijidad y con tal versatilidad que parece que estamos diciendo muchas cosas distintas.
Estoy convencido de que no solemos hablar para expresarnos sino para no expresarnos. Y lo hacemos magistralmente. Esa fue la genialidad de Cantinflas: catalogar nuestra inexpresividad, plasmar la mexicanidad en sus propias e innumerables palabras y, sobre todo, hacernos conscientes de una manifestación de nuestro inconsciente colectivo impregnando de humor voluntario nuestros rollos. Cuando nos desenrollemos lingüísticamente tendremos que darle crédito a él, porque nos ayudó a capturar el sentido de nuestras peroratas y la fugacidad de nuestras fugas; y es que, como bien lo dijo en su polémica con Vicente Lombardo Toledano, hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos. Por eso, porque en mexiñol es difícil decir algo en línea recta, la nuestra es una lengua viperina. Lo es porque está partida en dos y porque envenena con su profusión. Lingüísticamente, los mexicanos somos serpientes encantadoras de flautistas.
El vicio se refuerza en la educación. Las escuelas mexicanas privilegiaron durante muchos años (y muchas de ellas todavía lo hacen) la largueza en la expresión escrita. Su costumbre ha sido fijar límites mínimos en lugar de extensiones máximas. A muchos padres nos ha tocado revisar la semblanza de algún prócer que un hijo atribulado nos trae a revisión y que él juzga inconclusa, mientras nosotros la encontramos completa. “Pero es que el maestro nos dijo que teníamos que escribir por lo menos cinco hojas”, responde el niño, “y mi tarea sólo tiene tres”. El alumno que por cualquier causa tiende a la concisión no tarda en ser encauzado hacia la paja. Es entrenado para rellenar sus escritos, y luego sus alegatos orales, con cientos de palabras que no representan una sola idea adicional. No se le enseña que para que un discurso sea inmortal no tiene que ser eterno. En suma, no tenemos capacidad de síntesis: fluctuamos entre la grandilocuencia y la sosería porque somos incapaces de concebir el punto intermedio de la austeridad elocuente. Aprendemos a decir mucho y poco para enredar a nuestro interlocutor y acabamos enredándonos nosotros mismos.
El mexiñol es una herramienta para expandir la forma y abreviar el fondo. Y en ese afán por no meternos en problemas, palabrería en ristre, los mexicanos sacrificamos la realidad. Nuestro lenguaje nos dificulta ser realistas, o nos facilita vivir en la irrealidad. Frecuentemente decimos cosas que suenan suavemente corteses, o esotéricamente maravillosas, pero que no son reales. No debe sorprendernos que así sea. No hablamos con el propósito de decir lo que sentimos, lo que pensamos o lo que hacemos; hablamos para fingir u ocultar nuestros sentimientos, ideas o hechos. Hablamos para callar.