México se encuentra en una coyuntura crítica: un déficit de liderazgo político y, en consecuencia, una indefinición del rumbo nacional. Las instituciones que el país necesita para mantener una cohesión social mínima y una gobernabilidad razonable están erosionadas. En estas condiciones no es posible avanzar. No hay día que no surja un problema nuevo: Ciudad Juárez, su violencia irrefrenable y su inevitable secuela; la renuncia partidista del principal operador político del gabinete presidencial; la vulnerabilidad de diversas regiones del país, cuyos habitantes pierden, en el agua, todo su patrimonio por la negligencia gubernamental, y las alianzas partidistas entre opuestos para evitar el incesante avance del PRI.
El liderazgo político es casi inexistente. Tan lo es, que bastó la intervención de una madre, cuyos hijos fueron asesinados en Ciudad Juárez hace unas semanas, para poner en entredicho la legitimidad y la solidez de la institución presidencial. Calderón cayó de ese endeble pedestal ante las palabras de esa mujer agraviada: “Discúlpeme, Presidente, yo no le puedo decir bienvenido porque para mí no lo es… Porque aquí hay asesinatos… y nada ni nadie ha querido hacer justicia”. Luego volteó la espalda junto con la de otras mujeres que también sufren la pérdida de sus hijos por esa injustificada masacre.
Es difícil recordar, en la historia reciente de México, un desplante con esa enorme carga de repudio y de reprobación a un Presidente. No ha sido, por cierto, el único. Recuérdese la rechifla que Calderón recibió en la ciudad de Torreón hace pocos meses, cuando inauguró el estadio de fútbol de ese lugar. Sin liderazgo que guíe, los miembros de la desastrosa clase política que tenemos y padecemos hacen lo que quieren. Se confrontan pero se alían. Son enemigos pero, ante la conveniencia, se vuelven cómplices. Son capaces de conspirar para defender sus privilegios, aunque al margen del interés de la sociedad.
Existe una desarticulación entre los tres niveles de gobierno. Cada uno lleva un derrotero distinto. No hay un objetivo común que perseguir, indicador irrefutable de la ausencia de rumbo del país. Sin catastrofismos, México se encuentra a la deriva. Se ha perdido la confianza en las instituciones, en particular aquellas que procuran la impartición de justicia. Se teme a los cuerpos de seguridad porque en sus entrañas se encuentra alguien que se encargará de hacer todo menos la de proteger al ciudadano.
El cisma que ha generado la renuncia de Gómez Mont a su partido no sólo ha fracturado al grupo “gobernante”. Ha demostrado, por una parte, que todavía se pueden respetar acuerdos sin lastimar la institucionalidad del cargo que le fue encomendado. Ha demostrado, por la otra, que la cúpula actual del PAN no tiene principios, tan sólo intereses de bajo perfil como ganar un puñado de elecciones locales y rendir buenas cuentas al que otrora se llamara “el jefe de las instituciones”. El personaje más capaz del gabinete presidencial no durará mucho en el cargo porque pecó de congruente. Para permanecer en el poder hay que ser, y no disimularlo, todo lo contrario. Quien no disimula pierde. Este es el caso del secretario de Gobernación, quien ha ostentado el cargo los últimos 15 meses. El grupo en el poder resentirá su ausencia, si es que “renuncia”, lo que agravará aún más la falta de rumbo del país.
El PAN y el PRI fundieron sus objetivos en 1988. Una oposición, encabezada por Cárdenas en ese año, hizo temblar al sistema. Salinas se adueñó del PAN. Esa relación legitimó al entonces presidente y dio oportunidad a dicho partido de emerger con más contundencia en la política nacional. El tiempo y las diferencias, empero, se encargaron de romperla; nada es eterno. El PRI perdió su hegemonía en 2000. Pero el tiempo y su colmillo político lo han reposicionado ante un PAN disminuido por falta de talento gubernamental y por una izquierda, la del PRD, que perdió la brújula en el camino y en sus desencuentros. Hoy, aunque son partidos secundarios y uno de ellos está en el poder, intentarán un experimento que los devuelva a la vida: las alianzas electorales.
La consigna de Calderón es detener al PRI, que no ha olvidado la habilidad que aprendió durante tantos años que ejerció el poder. En el transcurso de la primera mitad de su sexenio, Calderón ha sido incapaz de enfrentarlo, pues se trata de un adversario que conoce mejor el oficio. Si durante los primeros tres años Calderón exhibió poco talante en materia de gobernabilidad, resulta difícil pensar que en lo que resta de su administración pueda hacerlo. Las decisiones no se toman en Los Pinos, sino en Insurgentes norte y en las 18 gubernaturas que, al día de hoy, el PRI detenta. Hay que olvidarse de las reformas que el país necesita. Las que se aprueben de aquí a 2012 serán signadas por el que fue partido de Estado y no por el que dice gobernar.
Todo esto se debe a un liderazgo político débil que no definió, desde un principio, objetivos alcanzables. Sin liderazgo se perdió el rumbo y hoy no le queda otro camino que dar una batalla en el campo electoral: casi se podría decir que el eslogan es “sálvese quien pueda”.